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martes, 22 de noviembre de 2011

EL SANTORAL DE LOS PORVENIRES FATUOS


SAN FORTUNATO GEÓLOGO, VISIONARIO

Nació en Cantaforte, planeta ubicado en el llamado Cuadrante Maligno donde la herejía neo-albigense predicara antaño sus blasfemias y asentara sus bases de expansión, muy cerca de Alfa Arcturus, en los mundos pontificios. Cuéntase que, al practicársele la circuncisión, una mujer apodada la Beltraneja, asistente de parto y estéril debido a exposiciones radioactivas en su planeta natal (Beltrán del Eridano), sorprendida por la calidad erogénica de los genitales del santo, posó con fe sus labios en el glande prodigioso del neonato y, al instante, recuperó la fecundidad de su matriz. Los padres del niño, astronautas devotos y píos, conmovidos por las dotes extraordinarias del pequeño, supieron entrenarlo en principios de santidad con tal vehemencia que sus compañeros de juegos, cuando lo veían acercarse, se mofaban gritándole: "¡He allí un santo vergón!"

Durante su niñez, como era costumbre en todos los niños cantafortianos, clasificaba rocas feldespáticas, basálticas y pizarras; pero luego conducía su carretón de muestras hasta algún paraje tranquilo, donde pasaba largas horas orando para que le fuera concedida la gracia de las visiones. Al cumplir doce años, entró a trabajar en los laboratorios de un rico minero de Alfa Arcturus, llamado Marco Trajano, quien le empleó primero como colector y después como analista de laboratorio. Era muy joven todavía cuando aprendió a meditar durante el trabajo (hubo injustificadas quejas laborales de parte de la patronal) y pronto alcanzó un alto grado de contemplación mística que, sin embargo, no incluía visiones de la Virgen de la Asistencia Perpetua, a quien quería consagrarse.

Sin arredrarse, Fortunato hallaba tanto en el Omnipotente como en las horrendas criaturas cantafortianas, abundante materia de meditación. Cierta ocasión un peregrino le preguntó cómo era posible dar con la presencia divina en medio de pedruscos tan miserables. El santo respondió: "Sólo mira con ojos sencillos." En vista de la ausencia de la Virgen, su materia predilecta para meditación era la Pasión del Hijo, que no se cansaba de contemplar.

Cabe señalar que Fortunato era guapo; y aquel don del Señor habría de jugar un papel insoslayable en su áspero camino hacia la santidad. El caso es que jamás se dio por ofendido cuando era acosado por las vecinas del lugar y, en vez de responder groseramente, replicaba: "Ruego para que el Altísimo haga de ti una santa." El relato de la vida de los padres de los planetas Anhidros le produjo el deseo de seguir la vida de eremita; pero comprendió que era un género de vida incompatible con su ser.
Todavía con dudas a cuestas sobre su vocación, un accidente vino a mostrarle la Voluntad Suprema. Se hallaba un día cavando catas con la ayuda de un par de bueyes pentacornios, cuando su jefe se acercó, ex profeso, en un ruidoso transporte. Los animales, espantados, derribaron a Fortunato quien trató de contenerlos; y aunque el carromato repleto de muestras le pasó por encima, se levantó ileso ante la estupefacción de su empleador. En gratitud por aquel milagro, Fortunato pidió ser admitido como hermano lego en el convento capuchino de Gestus Prime, Mundo Sagrado. El padre guardián, después de hablarle de la austeridad de la vida conventual, le dejó frente a una efigie de la Virgen alimentando al Niño con su pecho divino y lleno de gracia. "Considera”, le dijo, “que ella sufrió por nosotros." Entonces Fortunato rompió a llorar y el superior comprendió que, si sentía tan intensamente el sufrimiento ajeno, debía ser un alma elegida.
Fortunato hizo el noviciado en Epífanes II, una de las lunas arcturianas, en un convento cercano a la famosa casa de modas planetarias de Fashion Plus. Como era de esperar la fama de su belleza se regó más pronto que la de su santidad y pronto el convento se vio invadido por un inesperado turismo teológico que, justo es decirlo, dejó ganancias y riquezas, que fueron invertidas en ayuda para los pobres y en el desarrollo de nuevos manuscritos sobre auténtico papel de celulosa. Allí Fortunato, aun temeroso de las multitudes femeninas, se exponía temerariamente a sus toqueteos y masajes. Luego, humildemente, rogaba al maestro de novicios que le redoblaran las penitencias y mortificaciones y le tratase con mayor severidad que a los demás, mucho más dóciles e inclinados a la virtud. Estos, que no eran mejores que él, le llamaban con envidia "el Santo falócrata", como lo hicieran antaño sus compañeros de juegos.
En 15450 AD, al cumplir los treinta, hizo los votos. Cinco años más tarde fue enviado a la sede Pontificia en Pontus Magister donde, por cuarenta años, casi hasta su muerte, salió diariamente a las calles sin mezquinar el don de su miembro milagroso. El oficio resultó pesado pero rendidor, y pronto la Sede pontificia notó que las limosnas provenían, en su mayoría, de las mujeres de la ciudad. Cierta ocasión una dama de la nobleza pontiana, afligida por un eczema incurable adquirido luego de en un viaje al mundo Tlön, rozó el prodigioso miembro de Fortunato, quedando curada de inmediato. La fama del santo se volvió incontrolable y la Santa sede trató de aislarlo, pero él se regocijaba por la humillaciones, fatigas e incomodidades callejeras que traía consigo y nada le podía distraer su pensamiento de la gloria divina.
Algunas veces, cuando ayudaba en la Misa, era presa de visiones extáticas a la vista de todos. Las mujeres, impactadas por la protuberante vitalidad de sus convulsiones, caían de rodillas, se persignaban y daban gracias al Redentor y, ante las súplicas de Fortunato, que anhelaba una visión de la Virgen venticordia, mostraban conmovidas y llenas de fe la abundancia de sus pectorales.
Cuando era ya muy anciano, el protector de la orden, que quería mucho al santo, aconsejó que fuese relevado de su oficio; pero aquello provocó una reacción tan desairada de parte de la feligresía femenina que el santo rogó que le dejasen seguir pidiendo limosna, argumentando que el alma se marchita cuando ciertas partes del cuerpo no trabajan. El Altísimo le llamó a Sí a los setenta y dos años de edad, después de consolarle en su lecho de muerte con una visión fulgurante de la Virgen, venticordia.

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